miércoles, 24 de agosto de 2011

LA NOVIA DEL ESTANCIERO O SEA LA NOVEL HISTORIA DE FELICITAS GUERRERO DE ÁLZAGA (1era Parte)


Corre el año de 1870. En Entre Ríos, ha estallado la rebelión de López Jordán. Justo José de Urquiza, ha muerto asesinado como parte de la asonada. La Legislatura entrerriana ha proclamado nuevo gobernador a Don Ricardo López Jordán, otrora lugarteniente del jefe muerto. La noticia se expande en Buenos Aires como reguero de pólvora. Los nacionales, a fin de aplastar el heroico levantamiento gaucho, han enviado un Ejército de Observación y un buque de guerra.
En un caserón de la calle Rivadavia, están Enrique Ocampo, Braulio Podestá Peña y José Hernández quien, incógnitamente, ha bajado a la ciudad a fin de sumar adeptos a la causa jordanista. A todas luces, la guerra es inevitable y López Jordán ha dictado un bando por el cual impone la pena capital a todo entrerriano, desde los 17 a los 50 años, que no se incorpore a las armas, en el término de cuatro días.

Enrique Ocampo, otra vez, está presto a pelear. Junto con su amigo Podestá Peña, ha luchado en Pozo de Vargas, al lado de Felipe Varela. Capturados por Taboada, fueron remitidos a Mitre, quien dispuso su inmediata libertad, marchando ambos a Montevideo. Allí han permanecido todo ese tiempo, simpatizando con la causa de los Blancos, sufriendo persecusiones, participando en reuniones secretas y demás acontecimientos políticos que los han mantenido fuera de la Argentina. Sólo han regresado a Buenos Aires ante las noticias de la rebelión jordanista.
Enrique ha visto en la lucha una fuga, un escape para el olvido. Hace tiempo, le han robado a Felicitas, su amada, su vida, su abrasador amor juvenil. Sufrió mucho cuando Don Carlos Guerrero la inmoló ante el altar de los dioses Riqueza y Fortuna. El viejo Guerrero, ambicioso, insaciable, incontenible, frenético ante el dinero urdió un acuerdo matrimonial con el vetusto terrateniente Martín de Álzaga, traficando el cuerpo y espíritu de su hija.
Ahora, ella es libre. Álzaga murió hace poco más de un mes. Sin embargo, Felicitas no desea ver a nadie. Pasa sus días recluída en su quinta de la calle Larga guardando riguroso luto, envuelta en sus recuerdos y frustraciones.
Es de noche. Se escucha el ruido de un carruaje. Suena el aldabón de la puerta de calle. Es Albina. Sigilosa, ha llegado al lugar a fin para convencer a Ocampo a desistir de la partida. Teme por la vida de Enrique. Ella lo ha amado desde que, adolescente, lo vio una tarde en el atrio de San Ignacio.
El amor de Albina Casares es tortuoso, ignoto, no correspondido. Ocampo ama fiera y ciegamente a Felicitas, aún cuando ella se casara con el viejo Álzaga.
Atribulado por la inesperada y hasta inoportuna presencia de Albina, Enrique reflexiona, recostado sobre un inmenso jacarandá. Ella ha sido, durante todos esos años, su confidente, su sostén en la hoguera en la que arden esos sentimientos por la viuda de Álzaga. Por eso, escucha sus palabras de preocupación.
Llega Hernández con noticias de los nacionales. La rebelión en Entre Ríos corre peligro. Se debe partir sin más. Los caballos esperan. Ocampo se despide abruptamente de Albina. Definitivamente, ha resuelto unirse al grupo que, esa noche, parte al campamento de López Jordán.
Sin mediar palabra, ella en soledad, desgarrada y sufriente, espera que, en el corazón de Enrique, se extinga ese amor desenfrenado, enfermizo, que siente por su entrañable amiga Felicitas y pronto corra a sus brazos.

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