Hola mis amigos/as:
Aquí ha comenzado el receso invernal. Catorce días, donde si bien debo continuar con mis quehaceres laborales, se supone serán más tranquilos.
En un marco de breve esparcimiento, he podido seguir avanzando en este relato oriundo del noroeste de mi país y que acompaña esta entrada.
Ahora me voy a cenar.
Un saludo como siempre.
Poco a poco, algunos indios de la alquería se suman al grupo de José, Medrano y Jimeno. El ondulante resplandor de una vela ilumina y desfigura los rostros de los allí reunidos. El diaguita José, a instancias de un adormecido Medrano, da comienzo al relato de la antigua leyenda sobre Yanakilla.
- Antes de la llegada de Manco Capac, - cuenta el indio sentado en la galería de la hacienda- existió en las tierras de Tiwanaku, un guaca terrible de nombre Yurac, quien gobernó la Ciudad de los Hijos del Sol, luego de dar muerte al viejo señor de Tapikala.
Dispuesto a extender su reino más allá de la planicie donde la ciudad se alzaba, Turac marchó a conquistar el señorío Lupaqa.
Varios combates tuvieron lugar sin que la suerte se inclinara en favor de uno u otro reino. Cansado, Yurac decidió capturar por sorpresa a Imiri, la hija de Otumbo, el señor de los Lupaqas, a fin de obligarlo a rendirse y someterse a su voluntad.
Fue así que, una noche, gracias a la complicidad de un lupaqa traidor, Yurac y un puñado de guerreros, entraron furtivamente a la ciudad de Otumbo. Allí robaron a Imiri, llevándola consigo al Tiwanaku.
Enterado del hecho y temeroso de un terrible castigo hacia Imiri, marchó el señor de los Lupaqas hasta Tapikala a fin de someterse a la voluntad del infame Yurac y rescatar a su hija.
Enterado Yurac que Otumbo marchaba hacia Tiwanaku en señal de sometimiento, lo esperó en las escalinatas del Kalasaya y no contento con su rendición, ordenó que Imiri fuera torturada para luego ser apuñalada a la vista de su padre.
Viracocha, cansado de la maldad del señor de Tapikala, se apiadó del dolor de Otumbo y decidió castigar al sanguinario Yurac.
José hace una pausa. Bebe un sorbo de chicha y prosigue el relato. Su voz se torna sombría. Una mirada torva se dibuja en su rostro.
- Viracocha, el altísimo y piadoso, envió, entonces, a Yanakilla, una mujer monstruosa con alas de oro, ojos vacíos y cola de serpiente, cuya atroz imagen siempre es divisada poco antes de algún hecho funesto….
- ¿Pero qué ocurrió con el sangriento Yurac? – con inquietud pregunta Jimeno.
- Descansaba el cruel señor de Tapikala, - responde José- cuando de los cielos brotó Yanakilla, lanzando su aullido pavoroso, el que tronó en todo Tiwanaku. Yurac, asustado por la presencia sombría de la Enviada, buscó protección en el Kalasaya. De nada le valió. Allí mismo, en sus escalinatas, ella alzó su mano vengadora y arrebató el corazón palpitante del cruel señor de Tapikala, engulléndoselo de una dentellada.
- Fue merecido el castigo que recibió Yurac - exclama un indio del grupo.
- Mas el cuerpo inerte de Yurac –prosigue José- rodó por las escalinatas del Kalasaya, para convertirse de inmediato en un siniestro caracara, enorme y negro, que remontando vuelo se perdió en las alturas…
- El impío indio ha de estar ardiendo en los infiernos- brama Medrano.
- ¿En los infiernos? Creed señor Medrano que ello no es así. – replica el diaguita- Aún vagabundea por estas tierras el ánima maligna de Yurac y en noches oscuras, como ésta, suele posarse bajo la forma del caracara enorme que ya conté.
- ¡Eso es cierto! – Exclaman varios indios al unísono.
- Cuando murió Guzmán, el ujier de Doña Isabel, el tiznado pájaro fue visto en el tejado de esta casa. Súbitamente desapareció, cuando la cabeza del Inca volvió a la vida.- rememora José.
- ¡La testa del Inca viva! ¡Pardiez! Mi sangre se hiela- suelta Medrano, persignándose.
- Cuando el apu Pizarro cayó enfermo, -continúa el diaguita - a medianoche, un halito siniestro recorrió la silenciosa alquería, para luego aparecer bajo la forma de una fuliginosa rapaz, que miraba con ojos refulgentes y llenó el lugar con su endiablado grito.
- ¡Un pájaro carroñero que tenía fuego en los ojos! ¡A medianoche! ¡Maldita sea la cabeza del Inca! - Vocifera un aterrado Jimeno.
De repente, se escucha el tañido de la campana de la iglesia. El miedo se apodera del grupo. Nadie se divisa en la torre del templo, sin embargo el bronce marca la medianoche. Medrano y Jimeno, pávidos, desenvainan. Es el momento de salir a pelear contra lo que no conocen.
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