jueves, 27 de diciembre de 2012

LA NOVIA DEL ESTANCIERO O SEA LA NOVEL HISTORIA DE FELICITAS GUERRERO DE ÁLZAGA (13va Parte)


 
Cae la noche sobre la pampa inhóspita. En la distancia, se recorta la silueta de un jinete. Albina Casares cabalga en su alazán con la mirada perdida en el horizonte. Aún no ha podido olvidar los sucesos del palacio Miró. ¿Cómo, Enrique, mantiene esa loca devoción por Felicitas Guerrero? ¿Qué lo impulsa a seguirla con enfermiza pasión? No puede entender los melindrosos sentimientos del hombre que ella ama desde siempre. Infructuosamente, ha intentado borrar la fatídica escena donde Ocampo, después de los golpes recibidos aquella noche, en la calle y entre sus propios brazos, llamaba en su delirio a la viuda de Álzaga.
Dispuesta a ganar la partida y aprovechando el último viaje de Felicitas a “La Postrera”, se ha sumado a éste con la idea de pedir ayuda a Ña Cupí, una vieja curandera india que vive en las proximidades de la estancia. 
Albina, con su caballo, se ha internado por el camino que la bruja le indicara. Más allá del río Salado, donde el graznido del chimango se pierde y el ulular de la lechuza reina, se alzan las ruinas de la vieja misión de San Lázaro. Allí deberá llegar y a media noche efectuar el sortilegio que sanará el corazón de Enrique Ocampo. En el derruido solar, subsisten las tumbas de los jesuitas licenciosos, quienes siglos atrás sucumbieron al placer con las indias tehuelches. Entre ellas, verdea una mágica hierba que extinguirá en Ocampo la pasión por Felicitas con solo pronunciar unas palabras al momento de arrancarla.
La luna, por algunos instantes, se esconde entre nubes amenazadoras. Albina, decidida, sigue su marcha.
Los ruidos se adueñan de la noche. Su alazán relincha.
Albina Casares atraviesa un bosque y más allá vislumbra la antigua reducción. Ha llegado al sitio que Ña Cupí le indicara. Es un lugar tétrico, solitario, misterioso. Observa la torre y su campana, vestigio de lo que otrora fue la magnífica misión. Recorre el claustro derruido y a su paso trémulo aparecen, poco a poco, las antiguas lápidas. Allí, en ese escenario, donde reinan el miedo y el espanto, debe ejecutar el extraño hechizo de amor. 
Con la ayuda de un farol, recorre los sepulcros buscando la planta milagrosa. Intempestivamente, la vieja campana de la misión marca la medianoche. El pánico invade a Albina. Llena de pavor, cae de rodillas y reza. Es el momento en que los espíritus de los misioneros jesuitas brotan de las tumbas, encendiéndose en sus pechos el fuego de sus viejas pasiones.
Los espectros rodean a la sombra de fray Ordóñez, último prior de la misión, con la idea de divertirse seduciendo a la titubeante Albina. Incubos y súcubos recorren como perros cimarrones el claustro y las tumbas. Despojándose de sus harapientos hábitos, decenas de espectros, encabezados por Ordóñez, rodean a la desesperada visitante
Albina cree que la vida la abandona. Alza plegarias, suplica, llora, pero siente que sus fuerzas irremediablemente la dejan. Ha llegado el momento de sucumbir al llamado de las infernales criaturas. Los fantasmas de los sacerdotes libertinos bailan una danza horrible y desconcertada con la esperanza de concretar la posesión de Albina. La sombra del prior la toma entre sus brazos, mientas ella, con un último aliento, arranca de una de las tumbas la planta mágica. Horrorizada y con la hierba en la mano, pronuncia las sibilinas palabras que Ña Cupí ordenara.

“De aquel corazón ingrato,

a la dueña de su amor

para siempre arrebato”

Al oírlas, los espectros regresan súbitamente a sus tumbas. Albina, asustada, monta en su alazán y se pierde en la densidad de la noche, con la idea de haber, finalmente, extinguido en Ocampo el amor por Felicitas Guerrero.

domingo, 23 de diciembre de 2012

domingo, 16 de diciembre de 2012

LA NOVIA DEL ESTANCIERO O SEA LA NOVEL HISTORIA DE FELICITAS GUERRERO DE ÁLZAGA (12va parte)


El palacio Miró brilla en la noche porteña. A la fiesta, que en él se celebra, ha sido invitada la alta sociedad de Buenos Aires. Afuera, varios trabajadores de la zona, humildemente vestidos, observan la llegada de los invitados. En un conmovedor contraste, los asistentes descienden de sus carruajes ricamente ataviados, mientras los hombres de labor, en silencio, vislumbran esa vida de lujos, ocio y esplendor que llevan aquellos distantes aristócratas.
Albina Casares, que ha sido invitada a la gran fiesta, espera anhelante la llegada de Felicitas Guerrero. Sabe que su amiga entrará del brazo de su prometido, el estanciero Samuel Sáenz Valiente. Esta noche, Albina también confía en desengañar a Ocampo para siempre. En múltiples ocasiones ha soñado con el instante en que, Enrique y ella, pudieran amarse sin ataduras, sin el amargo valladar que le ha impuesto Felicitas todos estos largos años.
Ansiosa, Albina se ha refugiado en un saloncito del palacio. Se recuesta en un sillón de paño azul y se entrega, libre, a sus pensamientos. La pequeña orquesta, instalada en el salón principal, ejecuta una extraña melodía que acompaña sus fantasías. Sabe que esa noche dará el tiro de gracia a Ocampo. Se reconoce cruel, pero la convicción de alcanzar un esplendido futuro para ambos la lleva a tomar decisiones enérgicas.
Mientras la noche transcurre, Enrique Ocampo, enfundado en su mejor traje de gala, permanece en afuera del palacio Miró a la espera de la señal convenida. Cuando Felicitas haga su entrada, Albina agitará un blanco pañuelo desde lo alto del mirador. Enrique se impacienta. Observa su reloj de bolsillo. Hace más de media hora que espera. No ha vuelto a ver a Felicitas desde que abandonó La Postrera, entre las balas de la policía rural. Amargamente, recuerda la muerte de su leal Tadeo. Por un instante, piensa en dejarlo todo y volver con la parda Gulnara. Suficiente agua ha corrido bajo el puente y amilanarse, ahora, sería incalificable. Ocampo se recuesta en un árbol, rememorando las peripecias por las que ha pasado. Batallas junto a López Jordán, el escape en “La Sirena”, la huída de La Postrera, la muerte de Tadeo, el duelo con el Carancho, la fuga a Montevideo…
Mientras Ocampo se pierde en los recuerdos, un rumor recorre el palacio Miró. Han llegado Felicitas y Sáenz Valiente. Albina, desde el mirador del palacio, agita su pañuelo. Enrique sale de su abstracción y se encamina a la fiesta.
Dentro del magnífico palacio, trata de pasar desapercibido. Por fin, ve a Felicitas y cuando resuelve  encaminarse hacia ella, Albina lo detiene. Debe esperar una mejor ocasión para enfrentarla. Ella le ruega, le implora. La fiesta durará el tiempo suficiente para encontrar el momento oportuno y ajustar cuentas con la altiva viuda.
Ahora, es mejor permanecer en el saloncito a la espera del instante adecuado.
Alguien a Felicitas le ha comentado la presencia de Enrique en el lugar. Ella no lo ha visto. Se pregunta si Ocampo ya se ha marchado, aunque por su carácter impetuoso duda de tal decisión. Sus antiguos sentimientos se han disipado y no busca un escándalo con el apasionado Enrique.
Cristian Demaría, uno de los invitados, propone un brindis. Todos levantan la copa. Ocampo, como si fuera un fantasma, irrumpe entre los presentes alzando una copa con champagne.  “Brindo por Felicitas la mujer más hermosa de la República”, exclama. Repentinamente, Saénz Valiente reacciona al grito de “¡Esa mujer es mía!” y con un golpe de puño derriba a Enrique. Sorprendido, Ocampo, golpea a su vez al estanciero una, dos, tres, cuatro veces. Saénz Valiente cae. Felicitas intenta separarlos. Los presentes socorren a Samuel,  mientras la servidumbre apalea a Enrique para luego arrojarlo sin sentido a la calle. Albina, que ha visto toda la escena, cae desmayada en el saloncito contiguo.  

viernes, 7 de diciembre de 2012

LAS CORRERÍAS DEL NIETO DE JUAN MONDIOLA: MARIÓN


 

De nuevo, el dueño de esta página, me ha cedido un lugarcito para que escriba. Me pidió que me exprese libremente, como cuando hablo en el horario del almuerzo. Me siento muy contento con esta posibilidad de manifestar mis pensamientos a través de la Internet.


¿Sabe? Ayer tuvimos que salir rajando del laburo por el avance de una nube tóxica sobre la ciudad. Sí, mi amigo, lo que le digo: una niebla ponzoñoza. Increíble.
La verdad que, como venía la mano, el día apuntaba a ser un chicle. Acostumbrado a yegar temprano al laburo y pegarle hasta las siete de la tarde, a las once de la matina ya estábamos todos en la caye por esto del efluvio malsano. Sin mucha vuelta, decidí regresarme para Boedo. Antes iba a pasar por lo de Suela Royero a buscar unas partituras para el fin de semana porque vamos a tocar en Aveyaneda.
Entré a pataquear y la verdad que todo cambió en un santiamén. Mientras enfilaba para mi casa, me topé con Marión. ¡Que churrasca! ¡Que pibón! Estaba ahí, a los pies del Barolo, atontada por el miasma venenoso y la yuvia insoportable que molestó todo el día. No dudé en lanzar el garfio y arrimarme al budín…
¡Marión! Una mina cargada de historia; y como siempre digo, quien deja de lado la historia de las minas desconoce cual puede ser su futuro y el de éstas. Sucede que, en el mundo contemporáneo, hay muchos pelandrunes que ésto no lo entienden y la pifian de dos en dos. Ya le contaré, en otro momento, qué quiere decir este pensamiento, que es casi un dogma en mi vida. Por lo pronto, mi amigo, conténtese con lo que voy a ir  chusmeteando de este budín porteño.
A Marión, la conocí cuando ella vivía en un bulín de la caye Méjico. Ayí fuimos a parar una noche, el Gordo Cascarria y yo. Había una partida de truco. Me caí sentado cuando la piba abrió la puerta. Nunca voy olvidarme de esa noche. El Gordo, yo, Marión, Sardina Ríos (en ese momento el festejante de la mina), Ñaña Sebastiani y tres bagayos amigas de Marión: Gloria Díaz, Irene Fastucca y una que se hacía yamar Estéfani no se cuanto.
Empezamos la partida de truco. Sardina y Ñaña era una pareja, el Gordo y yo la otra. Marión y las tres desgracias miraban la televisión. Cuando yegamos ya se sentía el ambiente medio cargado. A la hora de haber comenzado a timbear, cayó el muchacho de la pizzería trayendo empanadas y una boteya de tintacho. Marión bajó a buscar el morfi. ¡Como borneaba la mina! Yo no quería desconcentrarme en el juego ya que había guita de por medio. Siguió la partida. Atento que Sardina ni se mosqueó en bajar y garpar el pedido, Marión estayó en gritos. Se la hago corta: la timba terminó abruptamente, con las cartas por la ventana, las empanadas en el piso, dos vasos rotos y nosotros cuatro fugándonos como pudimos.
Como a mi la mina me había quedado en entre ceja y ceja, al día siguiente volví a la caye Méjico y me quedé ahí parado, en la otra vereda, a ver si la veía. ¿No le digo que, después de una hora y media de esperar, apareció el budín de Marión caminando por la caye? Ni lerdo ni perezoso, crucé de vereda y me planté ante la fémina, ahí mismo. Estaba dispuesto a terciarle el budín a Sardina Ríos, como al loco Cepeda le quitaron la rubia Mireya. Todo con mi estilo, claro.
Debo confesarle, mi amigo, que en esto de lanzar el garfio siempre hay que andar con el ego en baja y la autoestima en alza. A este principio rector, la mersada, mucho no lo caza. Es –como digo siempre- una cuestión de actitud. Soy de los que piensan que el hábito hace al monje y no me refiero solamente a la pilcha, cuestión importante si la hay. Cuando digo que “el hábito hace al monje”, me refiero, además, a las actitudes que cada uno asume y los resultados que éstas producen. Vea mi amigo: si uno habitualmente es un palurdo que anda suelto por la vida, el resultado de sus actos será “X”. Si normalmente es un abocado, el resultado “B” y si es un otario la consecuencia de su acto será “Z”. Esto, también rige al momento de arrimar el bochín.
Un caburé, como el suscrito, tiene siempre estilo e iniciativa. Me asumo un cacho provocador, un cacho vanidoso, necesariamente valentón, con ademán afectado, según el caso, y nunca me falta la vestimenta de prima.
Cuando me vio Maríón se hizo la que no me conocía. Recordándole que había estado la noche anterior con el Gordo Cascarria, le mencioné que había perdido mi biyetera en el depto. Mi amigo, hoy no le voy a entrar a dar detayes de la conversación con la fémina. Le digo, simplemente, que poco a poco su desconfianza inicial se frenó y al rato subimos juntos al bulín. ¿Cómo yegué acá? Ah si… le conté que a Marión me la encontré en la caye. Lo que pasó ayer y lo que ocurrió ayá arriba, en el bulo, se lo voy a vatir la próxima vuelta, cuando Ud. y yo nos juntemos a tomar un feca.