domingo, 23 de septiembre de 2012

LA NOVIA DEL ESTANCIERO O SEA LA NOVEL HISTORIA DE FELICITAS GUERRERO DE ÁLZAGA (9na. Parte)

Felicitas ha resuelto volver a "La Postrera". Ha perdido toda esperanza de recibir noticia alguna de Enrique Ocampo. Ignora la suerte corrida por éste. Le es imposible comprender cómo ha podido esfumarse, sin dejar huella alguna. Ha temido por la vida de Enrique. Desde el pueblo de Biedma, recibió confusas noticias sobre el destino de Ocampo. Rafael Gutiérrez, comerciante del lugar, le ha referido la pelea que aquel mantuviera con el comandante Bedoya, en las márgenes de la laguna Chis Chis. Confía en que, la noble Albina, le traiga buenas noticias desde Montevideo...

En el amplio comedor de la casa, Felicitas pasa largas horas pensando. Ha dejado Buenos Aires con la esperanza de alcanzar una paz que, aquí, tampoco encuentra. Naukale, el capataz tehuelche de la estancia, la saca de su abtracción. Trae consigo noticias desde Dolores sobre la celebración de la Noche de San Juan. La viuda de Álzaga resuelta, le pide que preparen su carruaje negro. Ella irá a los festejos del 21 de junio. Llama a Manuel, su cochero, para que se aliste. Partirán a Dolores, después del mediodía.
A la hora convenida, el coche abandona la estancia "La Postrera". Felicitas viaja acompaña por Cayetana y Fructuosa, sus criadas que han venido con ella desde Buenos Aires.
Mientras el coche se mece, entre caminos de tierra y arboledas frondosas, las tres se dormitan.
Pasan las horas y un trueno feroz resuena. Cuando Felicitas despierta, puede obsevar que el firmamento se ha ennegrecido. Una tormenta se dibuja en el cielo. Quiere llegar a Dolores antes de que anochezca y se desate la tempestad.
Súbitamente, sopla el viento con fuerza. Un relampago siniestro ilumina el interior del carruaje. Las criadas rezan. Los caballos relinchan, se espantan. El carruje, a gran velocidad, se pierde por sinuosos caminos. Felicitas ordena a su cochero acortar la ruta por algún atajo. La lluvia comienza a caer copiosamente, dificultando el reconocimiento del terreno. Felicitas advierte que han perdido el rumbo. Pese a la tormenta, Manuel, divisa un bosque donde detenerse.
La tempestad arrecia. En la distancia, la viuda de Álzaga, logra distinguir una silueta. Es un hombre a caballo. El jinete se aproxima velozmente y su figura se hace cada vez más nítida. Felicitas y sus criadas descienden del carruaje al encuentro del extraño. Piden ayuda. Cubierto con su poncho, el desconocido, procura tranquilizar a las mujeres. "Soy Felicitas Guerro -exclama ella- y nos perdimos en nuestra marcha a Dolores". El providencial salvador se presenta: "Soy Samuel Saénz Valiente. Y Usted está en mi estancia, que es la suya". 

martes, 18 de septiembre de 2012

DESTINO

Muchos años llevaba Casilda trabajando en la casa de Cornelio Casares, en el pueblito de Carlos Keen. En ella, también, creció su hija Camila, mientras su madre preparaba la comida y la mantenía el sitio en orden.
La vida de la Casilda no había sido fácil. Allá, por 1885, cuando el ferrocarril traía a inmigrantes en busca de progreso, conoció al napolitano Enrico Giglio. Anduvieron amancebados un tiempo. En un rancho de adobe nació Camila y dos días después que Casilda diera a luz a su hija, el gringo Giglio se marchó y nadie supo más de él. Don Cornelio Casares, le dio trabajo poniéndola al frente de la casa y permitiendo que ambas vivieran en las habitaciones del fondo.
Cuando Camila cumplió 15 años, la gurisa empezó a frecuentar los bailongos que, los días de fiesta, se armaban en la pulpería del pueblo. El día que cumplió los 16, después de la siesta, Cornelio Casares vio en el jardín a la Casilda, muy alegre, cebándole unos mates a un muchacho veinteañero que, empuñando una guitarra, le cantaba a una Camila embelesada. No se quiso meter y no preguntó sobre el tema. En tanto la gurisa, todas las noches, se encaramaba en la tapia del jardín  a la espera de su payador, quien al compás de su guitarra, la arrullaba con matrero cantar.
El 8 de diciembre, llegó la comunión del hijo del boticario, Anselmo Prieto. Allí fueron Casares, Casilda y Camila. Mientras Casares y Aguirre, el bibliotecario, hablaban animadamente bajo una parra, la gurisa se  les acercó. La conversación, entre los tres, versó respecto de temas diversos. Finalmente, Aguirre, la interrogó sobre un próximo casamiento. Después de titubear un poco, la joven aclaró que ella aún era chica para esas cosas. Casares, intrigado, le preguntó cómo se llamaba su guitarrero, al cual no tenía visto por Carlos Keen. Los ojos de Camila se llenaron de lágrimas y con una voz ahogada alcanzó a pronunciar un nombre: el de un tal Benjamín Giglio.
Entonces, al viejo Casares, un nudo se le atravesó en la garganta. En su asombro, rememorando la historia de Casilda, pensó para sí que el destino ya había jugado sus cartas.

sábado, 15 de septiembre de 2012

TRADICIONES EXTRAODINARIAS DE LA RECOLETA: LA DAMA DE BLANCO


Sabido es que, en el cementerio de la Recoleta, están sepultadas grandes personalidades de la Argentina. Al margen de este dato, también existen, un sinnúmero de historias y leyendas que hacen de la necrópolis un lugar particular. Prueba de ello, son las muchas visitas guiadas (públicas y privadas) que se organizan así como la incesante afluencia de turistas que contemplan las diversas tumbas donde se guardan los restos de quienes nos precedieron en el camino de la vida.
Una de esas historias es la relacionada con la misteriosa Dama de Blanco, inclusive, citada en enjundiosos estudios sobre el cementerio de La Recoleta. Así las cosas, se dice que, entre las sepulturas de Miguel de Azcuénaga y  el mausoleo del Tte Grl. Pablo Ricchieri deambula, por la noches, el ignoto espectro de una mujer vestida de blanco.
En realidad, la historia tiene diferentes versiones y aparece replicada, con matices, en distintos camposantos como el de La Plata u otros existentes en ciudades latinoamericanas. Entre el público, la más sonada es aquella que indica que, cierta vez, un joven encuentra –avanzada ya la noche- en la esquina de las calles Azcuénaga y Vicente López (para el que no conoce Buenos Aires es la esquina del cementerio) a una mujer joven, llorando. La consuela, le dice que ha sido invitado a una fiesta, le pide que lo acompañe y ambos parten alegres hacia la recepción. Se divierten toda la velada y en determinado momento ella le implora volver al lugar del encuentro. El mozo y la zagala abandonan el lugar y parten raudamente a la esquina que antes mencioné. Ella se queja de sentir frío. Como buen caballero, el muchacho le coloca su saco por los hombros. Una vez en el lugar, la joven comienza a correr entre las obscuras callejuelas de la necrópolis y se pierde entre las bóvedas y panteones del sitio. Por la mañana, el muchacho, que ha quedado impactado por lo sucedido, vuelve a la Recoleta y después de andar por el lugar, encuentra sobre una de las tumbas -que lleva el nombre de la chica- el saco que, horas antes, le prestara para mitigar el fresco nocturno. Encara a un cuidador del sitio y éste le dice que, desde hace varios años, la persona que busca yace allí sepultada. Resuelto, entra en la bóveda, abre un ataúd y encuentra el cuerpo sin vida de la joven.
Hasta aquí la historia que, con matices y desiguales finales, suele repetirse hasta el cansancio por el barrio.
Pero lo que el mito urbano no nos dice es la identidad de la Dama de Blanco. Mucha agua corre bajo el puente pero se tiran varios nombres: Rufina Cambaceres, Luz García Velloso, Liliana Crociati…
Desde ya, anticipo, que ninguna de las tres, condice con la famosa Dama de Blanco. La leyenda comienza a rodar a partir de la segunda mitad del siglo XIX y tanto Rufina, como Luz o Liliana fallecieron en el siglo XX, muy posteriormente al surgimiento de la historia.
Deviene necesario, para resolver el misterio, internarse una noche en la Recoleta y esperar que, la incognoscible Dama, aparezca. Ya estuve haciendo averiguaciones sobre el tema.  Sin embargo, el Director del lugar me dijo que ello era “terminantemente imposible” (sic)….
Queda pues, como recurso, emular a Hércules Poirot y emplear su método detectivesco para mostrar el verdadero rostro de la Dama de Blanco. Por ello, recogeremos datos, haremos la lista de candidatas y examinaremos uno tras otro sus antecedentes para elucidar el misterio.

domingo, 9 de septiembre de 2012

LA NOVIA DEL ESTANCIERO O SEA LA NOVEL HISTORIA DE FELICITAS GUERRERO DE ÁLZAGA (8va parte)

Miambeee, miambee, miambeeee”… cantan los negros de Montevideo al ritmo del encrespado tambor.
Es la noche de San Juan. Vivos colores resaltan las pintorescas barriadas de la ciudad. Inmensas fogatas se ierguen en la fría noche oriental.
La chica y la bámbula se danzan sin cesar. Enrique, atiborrado de alcohol, baila frenéticamente, al compás del candombe, por la calle Yerbal. Allí, en el barrio bajo, donde la gente de mala vida se da cita, ha encontrado -al fin- un refugio seguro.
Luego de su huída de La Postrera, perseguido cual matrero a cuya cabeza se ha puesto precio,  otra vez ha cuerpeado a la muerte misma cuando, facón en mano, lucha con el Carancho Bedoya, a orillas de Chis Chis, hasta caer el milico fulminado por su bravo cuchillo.
Continúa su fuga, eludiendo las partidas que lo buscan sin descanso. En su escape, sacrifica al caballo. Prosigue a pié hasta la Estancia "La Atrevida". Oculto y exhausto, por la noche, roba un alazán joven al que bautiza “Guerrero” y ,a todo galope como alma que lleva el mismísimo Mefistófeles, enfila hacia el puerto de Ensenada.
Lugar temido, si los hay. Nido de contrabandistas, loberos y pescadores, la vieja Ensanada alberga docenas de pulperías. Allí se escucha el galés, el italiano o el portugués. En una de ellas, conocida como El Abrazo de los Buenos Licores, Ocampo permanece varios días. En el lugar tiene oportunidad de entablar amistad con el francés Duval, dueño de una balandra presta a zarpar hacia Montevideo.
Escribe tres cartas a Felicitas relatando las peripecias vividas y, junto a Guerrero, embarca al Uruguay, abordo de la Sapho, al amparo de Duval. Ocampo está a salvo, pero otra vez lejos de su amada...
La noche de San Juan chisporrotea. Enrique solloza. Ni una noticia ha tenido por meses de Felicitas.
Grita, jadea, se tambalea. El sopor del ajenjo lo domina; el tamboril de los negros y mulatos resuena en el aire violento, brutal. Ocampo, fuera de si, se pierde entre el gentío rabioso al compás de los alocados batuques . Trastabilla. Se cae. Se levanta. Sigue bailando. Tres pardas seductoras se ríen de él. Son prostitutas de un lenocinio próximo a la calle Camacuá. Lo provocan, lo incitan. Enrique va hacia ellas. Una onda de besos y caricias lo envuelven. Marchan los cuatro al lupanar.
En la penumbra, Albina observa la escena. Complacida, rompe un manojo de cartas con fiereza. En un pedacito de papel que el viento lleva puede leerse con suma nitidez : “Felicitas tu le pones el color a mis días. Enrique Ocampo”